jueves, 26 de julio de 2007

El Grito

"Sexto presagio funesto:
Muchas veces se oía, una mujer lloraba; iba gritando por la noche; andaba dando grandes gritos:
-¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!
Y a veces decía:
-¡Hijitos míos!, ¿a dónde os llevaré?".

Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista



Canes lastimeros anuncian

con el melancólico sonido del hocico,

el espectro ondulante de la fertilidad

rota, la plañidera presencia

que se desangra frente a los

anónimos hijos de la noche.

Pordiosera figura en antaño diosa,

frustrada madre que bajo la ennegrecida

sangre de sierpes con alas de cicuta,

deja caer la oxidiana

en el corazón de Tenochtitlán.

Errante hoy, su vasto purgatorio

América es, sus desgranadas carnes

como cenizas caen en las calles

de León, los transeúntes desamparados

del tiempo su compañía encuentran,

bajo la turbia imagen pluvial en la retina,

y antes de conocer el filicidio grito

que lleva su nombre,

descubren el barro agrietado

que en sus pechos buscan las

hambrientas bocas impúberes

de su pecado.

Un grito,

resonante hiedra intestina que surge

de la boca, trepador dolor aferrado al pecho

creciendo incisivo y lacerando

bajo cielos de fuegos y sangre,

la llave del lenguaje.

Ese victimario vientre que como puño

la culpa afloja, cayendo en cada dolor

molar cordones confundidos por cadenas.

Un grito,

una encorvada voz caída al suelo

fruto del escupitajo que la humillación

arroja, una involutiva plegaria,

cascarón que rompe la garganta

ante la hecatombe bacteriana

que incubo sus huevos en los

yacidos hijos del Nuevo Mundo.











Un grito,

un despertar abrupto en El Calvario,

alucinaciones con paseriformes cascos de verdugos,

cerradas púas como barbas,

Ibéricos Centauros mutilando la

epidermis del momento,

y el fétido olor de la demencia

intruso conquista las fosas nasales del testigo,

idéntico un ardiente y negruzco gemido

aviva las eternas llamas del limbo.

Un silencio,

azuladas bocanadas niebla crean

en la noche y el esclavo con sangre

de bárbaro deja que la quejumbrosa

presencia con pies de carey,

arrastre su imagen ante la retina imperceptible,

cargando entre sus edredones,

entre sus llantos,

más de quinientos cráneos,

el óseo sonido del tiempo

que acompaña su pena.

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